“…Nace huyendo de una cueva
honda, oscura y solitaria,
cierta fuente cristalina
que da torrentes de agua…”
En la tarde de tardía primavera nos reunimos con Eva, nuestra guía, junto a la reja del Raudal de la Magdalena. Inmortalizados en piedra, Cayo Sempronio y su hija Fusca Vibia nos contemplan desde el fondo de los siglos en el hemiciclo que cierra el antiguo manantial; el agua de las lluvias recientes duplica sus figuras en un leve reflejo verde… Iniciamos de esta forma el recorrido por la historia de la ciudad que, como todo asentamiento humano, nació en torno a una fuente. Eva nos cuenta como la vida de cada época se estructura alrededor del agua: las termas romanas, los patios de las mezquitas y los palacios de los reyes, el hamman musulmán, la pila de agua bendita en las iglesias, las fuentes monumentales del urbanismo renacentista y barroco; y dibuja con sus palabras el paisaje de un Jaén que fue creciendo a lo largo de los arroyos que bajaban desde el Cerro de Santa Catalina y corrían regando huertas y jardines ya desaparecidos.
Dice Francisco López Vizcaíno en su romance de la fuente de la Magdalena (que encabeza con algunos de sus versos este texto) que Cayo Sempronio y Fusca Vibia escribieron una página en el mármol de la Historia, pero una página también efímera, como los edificios, los huertos, los arroyos, los hombres… los imperios. Sin embargo, en el patio de la iglesia de la Magdalena, los pequeños altares dispuestos para la procesión claustral del Corpus Christi nos hicieron reflexionar: hay un Agua Viva que no se acaba, que de verdad calma la sed del hombre, y que tal vez todos buscamos si saberlo. Y es que, como reza una frase de San Juan de la Cruz en uno de estos altares: ”aquesta viva fuente, que deseo/ en este pan de vida yo la veo./ Aunque es de noche…”
(Carmen Cano)
